Un silencioso grupo de niños hizo su aparición acompañado por su maestra. Por respeto al resto de los visitantes, o por veneración al lugar en que se encontraba, aquella maestra daba sus explicaciones susurrando, como si contara un secreto a sus pupilos, consiguiendo así de ellos una atención que no habría logrado de otra manera.
En realidad, aquella maestra apenas explicaba. Sólo decía:
-¡Mirad!¡Mirad qué bonito es!¡Y éste también!
Y a veces, cuando no encontraba palabras para su entusiasmo:
-¿No es bonito?¿No es bonito? -preguntaba la maestra susurrante, una y otra vez.
Contagiados por ella, también los niños susurraban entre sí. Y yo mismo quise susurrar, hablar susurrando de ahí en adelante, susurrar siempre, como si eso fuera lo más sabio.
-¡Mirad!¡Mirad qué bonito es!¡Y éste también!
Y a veces, cuando no encontraba palabras para su entusiasmo:
-¿No es bonito?¿No es bonito? -preguntaba la maestra susurrante, una y otra vez.
Contagiados por ella, también los niños susurraban entre sí. Y yo mismo quise susurrar, hablar susurrando de ahí en adelante, susurrar siempre, como si eso fuera lo más sabio.
-¿No es bonito? -repetía la maestra incansable.
Quise acercarme a esa mujer, para decirle al oído, en un susurro:
-Sí, lo es.
Quise acercarme a esa mujer, para decirle al oído, en un susurro:
-Sí, lo es.
Pero me limité a ir tras aquel grupo de escolares durante algunas salas, maravillado por mi gozo, tan hondo como elemental. Junto a esos niños, aquella mañana quise ser niño una vez más, para poder así asistir a las clases de aquella maestra tan entusiasta. Y quise volver a tener siete años, diez, y tener a mi lado a quien me enseñara a maravillarme, sólo a maravillarme, y a susurrar:
-¿No es bonito?¿No es bonito?
-¿No es bonito?¿No es bonito?
...
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