"Dentro de unos años, a lo mejor, no hay ni aficionados a los toros, ni siquiera toros. ¿Estás seguro de que las generaciones venideras tendrán en alguna estima el valor de los toreros? ¿Quién te dice que algún día no han de ser abolidas las corridas de toros y desdeñada la memoria de sus héroes? Precisamente, los gobiernos socialistas..."
"Y éste es el rey de los toreros?". Volvía a mirarme de una manera impertinente, me confrontaba con un retrato mío que llevaba e insistía: "Está usted seguro de que éste es el rey de los toreros?". Me di cuenta de su estado de ánimo y me puse de mal humor. Me levanté dando por terminada la entrevista, y pedí al amigo que traducía la conversación: "Dígale usted a ese tío que sí, que soy el rey de los toreros... ¡Que no me mire más! Dígale también que los toreros no tienen que matar los toros a puñetazos, y, por si es capaz de comprenderlo, dígale, además que el toreo es un ejercicio espiritual, un verdadero arte. Y que se vaya".
Se les ocurrió a aquellos hombres hacerme un homenaje. Redactaron una convocatoria en la que con las firmas de Romero de Torres, Julio Antonio, Sebastián Miranda, Pérez de Ayala y Valle-Inclán, se decía que el toreo no era de más baja jerarquía estética que las bellas artes, se despreciaba a los políticos y se sentaban algunas audaces afirmaciones estéticas. Yo estaba verdaderamente aturdido al sentirme causa de todo aquello.
Nueva York no me gustó. Demasiado grande y demasiado distinto. Ni aquellas simas profundas eran calles, ni aquellas hormiguitas apresuradas eran hombres, ni aquel hacinamiento de hierros y cemento, puentes y rascacielos era una ciudad. Va un hombre por una calle de Sevilla pisando fuerte para que llegue hasta el fondo de los patios el eco de sus pasos sonoros, mirando sin tener que levantar la cabeza a los balcones, desde donde sabe que le miran a él, llenando la calle toda con su voz grave y bien entonada cuando saluda a un amigo con quien se cruza: "¡Adiós, Rafaé...!", y da gloria verlo y es un orgullo ser hombre y pasar por una calle como aquélla y vivir en una ciudad así.
Pero aquí en Nueva York, donde un hombre no es nadie y una calle es un número, ¿cómo se puede vivir?
Me quedé mirándole fijamente, y por una de esas reacciones inexplicables, aparté la pistola de un manotazo y le dije de mal talante:
- ¿Y usted de qué me conoce a mi para tutearme?
...
Entramos del brazo en Triana y fuimos a beber unas copas. yo llevaba la pistola del vaquero en el bolsillo. Terminé declarándole paladinamente que yo era también de los que le robaban la lancha para ir a torear. Y no pasó nada.
Me convencí entonces de que en la lidia -de hombres o de bestias- lo primero es parar. El que sabe parar, domina. De aquí mi "técnica del parón", que dicen los críticos.